martes, 24 de febrero de 2015

Lo rescatable

"Tal vez, siempre haya algo que se pueda rescatar de lo que alguna vez uno supo querer, cualquiera sean formas y razones... La única condición es: que lo "rescatable" tiene que ser positivo. Lo que no es vivificante para el ser, no tiene buen sentido, sólo añoranzas, melancolías... que da por resultado el encogimiento y estancamiento del alma. Y los cambios, son justamente eso: cambios. Quizás, ya nada podrá ser lo mismo, ni tendría por qué serlo..."
"Cada día tiene su propio mal y su propio bien, concentrémosnos en aumentar el porcentaje del bien, para bajar el mal y erradicarlo.
Es una forma de moldear la mente hacia lo positivo, adquirir el hábito de enfocarnos en el bien; pensarlo y recrearlo exponencialmente."
Juan Carlos Luis Rojas - Autor

Realidad

"Jamás se podrá explicar la realidad sin reducirla."
¡Buen día, a todos!...

El dolor

El dolor existe... Los eventos trágicos existen... Y vale la sensibilidad para poder actuar en consecuencia. Lo que sobre de allí, sería bueno "desterrar".
No se puede ni se debe convivir con lo melodramático. Debemos ayudar y ayudarnos en este sentido, y ser fuertes.

Aligerar la carga

...Y a veces es tiempo de desmantelamientos, de despeje, de liberar las relaciones, las interacciones incómodas y más aún las dañinas, en todas las realidades, tanto las virtuales como aquellas de mayor tangencialidad... También es una forma de darle al otro la posibilidad de liberarse de nosotros mismos, ¿o no?
Dice el Esclesciastes:
"3 Todo tiene su momento oportuno; hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo:
2 un tiempo para nacer,
y un tiempo para morir;
un tiempo para plantar,
y un tiempo para cosechar;..." etc, etc
¡Muy buenas noches a todos los amigos!...

Retirada

"Hay momentos en que uno parte en retirada... En esos instantes en que la conciencia de ser libre, te dice, que nada tienes que demostrar"

miércoles, 18 de febrero de 2015

El niño, el muro... y la libertad


  Eran más de las cuatro de una ardiente tarde de verano en Paso de la Patria, Corrientes.

  Estaba arrodillado, inclinado sobre el terreno del huerto; hundía sus dedos arrancando raíces, quitando malezas. Hacía horas que estaba ahí, bajo el sol y bajo la rutina del duro afán y en el imperio de la disciplina infligida.

  Tenía hambre, estaba sediento y afiebrado. Sentía en la cara el barro que dejaban sus manos al correr la mucosidad que se le escurría de la nariz. Vestía un pantalón corto. En su adolescencia incierta algo se despertaba; algo que comenzaba a hervirle la sangre. Los mosquitos picando aquí y allá, azuzaban aún más, la pizca de rebeldía que en él estaba naciendo.

  No levantaba la vista, pero veía cerca de sus manos, casi rozándolas, ese pie fuerte que pisaba una y otra vez la pala de punta que cortaba la tierra, palmo a palmo, para que sus dedos lo fueran triturando, de manera que pudiera quitar hasta las más pequeñas raíces.

  Había desayunado a las ocho de la mañana, un jarro de mate cocido con medio pan, al que le tuvo que quitar el moho. Ahora le ardía el estómago y la piel azotada por el sol, pero lo que más asolaban eran sus pensamientos. Aguijoneaban en su mente las preguntas: “¿Qué hacer para acabar con esta prisión que dura ya más de tres años? ¿Adónde ir?... A mis abuelos, no”, pensaba; “si me entregaron a este hombre, seguramente es porque no me pueden tener”.

  En un instante en que la pala penetra la tierra, el niño se pone de pie.
  -Yo no trabajo más, doctor –habló tembloroso.

  En ese momento algo rompía el aire; tal vez la intensidad de los espíritus; la ruptura que produce la aflicción ante la prepotencia; el nacimiento de un carácter.

  Paso de la Patria, “el paraíso del dorado”, le pareció inmóvil de repente, pero no,... por la calle pasó un auto levantando densa polvareda. Pasó un jinete en leve trote. ¿Cuál sería la escena desde allí, desde el mundo exterior? ¿Cuál la percepción de la justicia?

  Estaban los dos ahí, uno frente al otro; el niño, restregándose las manos y el alto alemán mirándole fijamente, destellándole sus intensos ojos azules. ¿Qué pasaría por la mente del jerarca nazi, quien se jactaba de haber tenido a su cargo treinta y cuatro mil personas y catorce hectáreas edificadas bajo el régimen de Hitler? ¿Que era esto que se le enfrentaba en el confín miserable del mundo?

  El niño levantó la vista y esperó los golpes, como  de costumbre. Se imaginó las patadas, o la pala bajando violentamente sobre su espalda. Pero no ocurrió.

  Ahora se reflejaba en el rostro del médico y ex militar alemán, la condición de experimentador. Se veía en su sorpresiva sonrisa una mezcla de curiosidad y burla ante la actitud de firme rebeldía del adolescente.

  -¿Cómo dices tú? –preguntó el alemán-. ¿No quieres trabajar?
  -No... Ya tengo hambre... Y quiero que me pague por los trabajos –agregó el chico, ante la mirada sorprendida e interpelativa de su tutor.
  -Bueno, je, je, je... Si tú quieres... Hablemos... ¡Pero ahora arranca esas verdolagas y tráelas para comer! ¡Y limpia la pala! –dio las órdenes clavando la pala en el suelo y se alejó con sus características largas zancadas.

  Cuando el niño cumplió con lo que le había ordenado se presentó nuevamente a su tutor. Este ya había puesto en un tacho a hervir el bofe. Le desagradaba este alimento pero no se podía cuestionar la comida regular de la casa.
  Después de algunos breves ordenamientos, ya estuvo lista la mesa, la que simplemente era, una tabla colocada sobre un pilón de leñas. Le costaba al niño tragar el cartílago de la tráquea no suficientemente hervida.

  -¡Come! ¡Come! ¡Come! ... ¡Qué tú masticas tanto! –le vociferaba el alemán -¡Esto en Alemania es alimento para bebé! ... y tú no tragas.
  Sin responderle, se esforzaba en tragar. Y pensaba, “esto, ni siquiera Macbeth comería”, refiriéndose a su perro.
  -Y dime tú –prosiguió el alemán, con aire de irrefutable –Te mando a la escuela, te compro la ropa, te doy de comer... Dime, ¿cómo puedes pagar tú eso?

  El adolescente escuchaba; pensaba; sentía que se le cerraba el círculo, que no tenía escapatoria; y su respuesta era silencio, a no ser por el movimiento nervioso de sus mandíbulas, luchando para triturar los cartílagos. Sus pensamientos eran una vorágine desesperada en donde aparecieron de repente las palabras de su maestra de cuarto grado que una vez, con lágrimas en los ojos, le había preguntado: “...y tus padres, ¿dónde están?..."
  Sé dio cuenta que era observado atentamente. El alemán masticaba su último bocado mientras le disparaba una mirada fría y dura. Su cabeza calva era un péndulo bajo el parral cuando balanceaba su torso, hacia adelante y hacia atrás, con las manos inmóviles sobre las rodillas.
  -¿Puedo visitar a mis abuelos? –se le ocurrió preguntar al niño.
  Luego de un momento, llegó la respuesta en la forma de una orden.
  -Mmm... Bueno. Mañana es domingo. Toma la lancha por la mañana y vuelve a la noche. Lleva el diccionario que te compré. Y diles cuántas camisas tienes, y cuantos pantalones...

  Le costó dormir esa noche; llegaba a sus oídos la música de algunos lugares bailables del pueblo. Como otras veces le produjo tristeza no poder ser libre al igual que otros chicos que podían divertirse como les daba la gana. Para evitar las observaciones, peligrosas de castigo de su tutor, se acostaba boca arriba, derechito y con las manos sobre su pecho, como le había enseñado, por las dudas él entrase y lo viera de manera distinta, pero tenía los ojos abiertos, y pensaba y pensaba... Y resolvió en su mente: “Si los abuelos no me pueden recibir, mañana, cuando vuelva por la noche, voy a donde está el policía viejito que cuida el parque, lo desmayo con un golpe, le quito el arma y me mato”.
Ya había pensado esto en otras oportunidades, pero esta vez lo sentía decisivo.

  A las nueve de la mañana abordó la lancha que cruzó el Paraná rumbo a Isla del Cerrito. Cuando bajo, vio a su tío, el más severo de sus tíos acercándose al puerto.
  -¡Hola Juancito! ...Vení. vamos a conversar chamigo.
  Lo encontró amable a su tío, de quien en otras oportunidades hubiera temido sus penitencias, por las cuales nunca tuvo una explicación. Se sentaron en un banco bajo los árboles.

  Salvo por el peso que sentía, de un problema insoluble en su mente, pudo disfrutar de la sombra fresca y de unas bocanadas del aire que le daba una saludable sensación de libertad. Sentía la sensación de un regreso. Veía el asfalto sinuoso ascender hacia el centro urbano bordeado de eucaliptos y seibos florecidos. Veía allí, la barranca abierta, donde se mecía el muelle apoyado sobre las aguas, ahora tranquilas, del río Paraguay, que un poco más allá, apoyaba su acuosa frente marrón sobre la cintura del Paraná, que extendía la transversalidad de su cuerpo hacia Paso de la Patria, semejando una extensa sábana soplada por el viento.

  -¿Qué hacés por aquí? –continuó el tío -¿Vas a visitar a tus abuelos?
  -Sí...
  -Pero, "chamigo", tenés que salir de la casa de ese alemán. La otra vez pasé por ahí... ¡Pero, che! ¡Te trata muy mal ese hombre!   ...¡Andás como un loco!
  -Este... –el niño inclinó la cabeza para ocultar sus lágrimas. Le sorprendió hasta el punto de la emoción el interés de su tío.
  -Yo voy a hablar con los abuelos, a ver qué hacemos –le dijo apoyándole una mano en el hombro. Lo acompañó a la casa de los   abuelos y habló con ellos, mientras Juancito conversaba con sus primos y hermanos.

  Cuando todos almorzaban el abuelo le preguntó al niño:
  -¿Vos pa, che hijo, querés quedarte con nosotros?*

  No lo podía creer. Le resultaba increíble la posibilidad de un cambio repentino en su vida. Notaba que en su familia tenía mucho que re-aprender; se sentía raro, diferente, como un extraño; pero valía el cambio y ya lo había decidido.
  En la semana siguiente el abuelo arregló todo con el alemán para dar por finalizada la tutoría.
A partir de esa resolución, ya no contaba para el niño el día de más que pudiera estar en su prisión circunstancial "militarizada".

  Se despidió. Cerró el portón, despaciosamente, que a pesar de ello rechinó.  Mientras caminaba por la vereda, entre el muro y la cuneta, miraba todo el frente de ese perímetro que fue su encierro de más de tres años. Observaba el muro con el alambre tejido, tenso y prolijo abarcando la mitad de la manzana; observaba la huerta, el naranjal, el chiquero; todo prolijo, pero sin embargo, lo sentía como una cáscara repulsiva desprendiéndose de su piel. Sobre ese muro, apoyando su rostro contra el tejido, muchas veces atisbó anhelante el mundo exterior...
Y ahora la libertad. ¿Cuál libertad?... ¿Tiene libertad el espíritu forjado en la opresión?...
Ahora va con miedos, pero ¡qué bella es la libertad!


*Notas del autor: La expresión: ¿Vos pa che hijo?, es de influencia guaranítica; (pa), es auxiliar de pregunta y (che), correspondería al posesivo,“mi”.

Juan Carlos Luis Rojas - Autor

miércoles, 11 de febrero de 2015

Retirada

"Hay momentos en que uno parte en retirada... En esos instantes en que la conciencia de ser libre, te dice, que nada tienes que demostrar"